Presentada como un proyecto de complejo penitenciario por la Comisión Nacional de Construcciones Penitenciarias, la cárcel de Caseros se empezó a construir durante el gobierno radical de Arturo Frondizi, en 1960. Al cabo de unos años,
la construcción se detuvo ante la publicación de un informe del Servicio Penitenciario Federal, que alegaba la inhumanidad e inviabilidad del proyecto. Sin embargo, se retomó bajo el gobierno de facto de Juan Carlos Onganía, en 1969, y fue
inaugurada posteriormente durante otro gobierno de facto, el de Jorge Rafael Videla, con la presencia del Ministro de Justicia, el Doctor Alberto Rodriguez
Varela, el 23 de abril de 1979.
La ceremonia fue todo un éxito. El discurso que estaba en boca de todos
ese día era que la nueva cárcel era un hotel cinco estrellas. En ella se prometió,
tal cual lo dice el artículo 18 de la Constitución Nacional, la educación, el
trabajo, la reinserción social de los detenidos, y que las cárceles no
conducirían a mortificarlos más allá de lo que aquella exigía. En esa época de
crisis, donde las aguas ya hervían hace rato, el gobierno sostenía una política incongruente
(al ser de facto invalidaba la constitución) prometiendo derechos que no
surtirían efecto legal alguno.
Entre 1979 y 1983, ingresaron a Caseros 1029 presos
políticos. Esto es, personas con cierta ideología política contraria a le que posee el gobierno de turno, y que forman parte (o no) de
alguna organización política. Por eso, lo que buscó el
gobierno fue tratar de conseguir que estos militantes sublevaran sus creencias
y atenuaran sus pasiones, encerrándolos sin motivo alguno en esta cárcel de
condiciones impensadas, que buscaba el quiebre psicológico de quienes la
habitaban.
La cárcel se extiende a lo largo de 85 mil metros cuadrados y se encuentra
en el medio de Parque Patricios, Ciudad Autónoma de Buenos Aires. A lo lejos
puede apreciarse como un gigante PH que cuenta con dos torres de 22 pisos, dos
subsuelos, albergue y un comedor para 240 guardia cárceles; 1996 celdas
individuales de 2,30 x 1,30 metros, 1360 celdas para alojamiento permanente y
140 con puertas macizas para el aislamiento de los castigados. En la planta
baja, 96 celdas se utilizaban para los recién llegados y para el famoso
“ablande”, antes de los largos y tortuosos interrogatorios. Con estas medidas,
el día a día se hacía más tedioso que en cualquier otra cárcel, ya que la
dinámica de su construcción no permitía la entrada de
luz. Los espacios de recreo eran un poco más grande que las celdas, pero
también cerrados. La luz ingresaba por rejillas a través de las paredes que no
permitían su total ingreso. En el documental de Julio Raffo, “Caseros… en la cárcel”, el funcionario
de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires, Hernán Invernizzi
(que habitó la cárcel), lo expresa de una manera fuerte: “uno puede estar preso
diez años y nunca lo va a tocar la luz del sol”.
La cárcel tenía un gimnasio que nunca fue utilizado por razones
desconocidas y que los encausados nunca supieron, por lo que nunca llegaron a
realizar alguna actividad física. Por otro lado, fue diseñada de tal
manera que los guardias podían vigilar a los presos mediante pasillos que
habían sido construidos entre las celdas. Así, cualquier intento de
comunicación con algún compañero quedaba truncado. La privacidad también se veía
amenazada, ya que se podía escuchar todo gracias a los pasillos huecos. En
estos, los guardia cárceles interceptaban los mensajes que se mandaban los
presos en papeles de cigarrillos, llamados “caramelos” y la acción a tomar era
leerlos y dejarlos otra vez en su lugar, como si nada hubiera pasado. El
sistema para poder lograr comunicación con el exterior era implementado los días de visitas, y consistía en llevar un mensaje escondido en la
boca o en la nariz hasta el hall de recepción donde cada preso recibía a sus
familiares. Aunque esto era muy riesgoso, ya que tenían prohibido el contacto
físico mediante vidrios que separaban a las visitas.
Durante la semana llegaban a Caseros sacerdotes para
confesar a los presos políticos, perdonarlos y pedirles su arrepentimiento ideológico mediante la firma de un documento que dejaba constancia de que abandonaban toda su ideología política. Pero este es uno de los varios hechos bizarros que
pasaron dentro de esta cárcel. Estaba prohibido tomar mates, hacer gimnasia
dentro de las celdas y hasta se prohibió mirar el amanecer, pasatiempo que
realizaban los presos trepándose a las rejas. En “Caseros…”, Pascual Reyes, dirigente gremial y peronista, confiesa:
“Me trepaba a las rejas para mirar el amanecer. Un día me encuentran y me
llevan a los calabozos. Cuando me llevan el parte de sanción para que lo firme,
decía: ‘sancionado por subirse a las rejas a mirar el amanecer’”.
Para poder realizar algunas de estas cosas, como por ejemplo tomar mates o hacer sus necesidades sin que los vieran, utilizaban un sistema de espejos, con el cual alertaban si venía algún guardia. Si el color que agitaba el compañero era verde, el mate pasaba de una celda a la otra y, si era rojo, cada uno en la suya. Cuando llegaba la hora de hacer las necesidades cotidianas de cada persona, lo único que tenían para taparse era la puerta de un pequeño armario que tenía la celda, donde entraban dos o tres cosas. Aprovechando los pasillos internos, los presos dictaban clases y largas charlas sobre diferentes temas para el que quisiera escuchar. Y así pasaban el rato.
Para poder realizar algunas de estas cosas, como por ejemplo tomar mates o hacer sus necesidades sin que los vieran, utilizaban un sistema de espejos, con el cual alertaban si venía algún guardia. Si el color que agitaba el compañero era verde, el mate pasaba de una celda a la otra y, si era rojo, cada uno en la suya. Cuando llegaba la hora de hacer las necesidades cotidianas de cada persona, lo único que tenían para taparse era la puerta de un pequeño armario que tenía la celda, donde entraban dos o tres cosas. Aprovechando los pasillos internos, los presos dictaban clases y largas charlas sobre diferentes temas para el que quisiera escuchar. Y así pasaban el rato.
Los diarios llegaban en varios recortes, sin sus respectivas secciones
de política, sociales o de opinión. Los presos recibían solamente la parte
deportiva y, con suerte, los horóscopos. A veces, por ahí, también se escapaban
algunos chistes. Las revistas que les daban eran las de chimentos, como por
ejemplo la revista Gente, y cuando tenían el honor de poder ver un partido de
fútbol, la directiva decidía cortar la transmisión en el entre tiempo, alegando
que tenían prohibida la conexión con el mundo exterior. Los libros de Derecho y
Química, por ejemplo, estaban prohibidos. Lo único que tenían para leer era La
Sagrada Biblia -a veces- y algunos poemas viejos. Además de todo esto y, como
si fuera poco, tenían prohibido hablar entre ellos. Valentín Mastrángello lo
simplifica muy bien: “todo lo que podía hacer la vida un poco más placentera,
estaba prohibido”.
Las restricciones que sufrían las personas encerradas en
Caseros, sumados a la estructura aislante de la cárcel, resultaban en un
quiebre psicológico que la mayoría no supo sobrellevar. Los espacios de recreos
y pasillos daban una vista gris. Pared gris tras pared gris. Era la sensación
de un encierro dentro de otro encierro. En la poca libertad que tenían, también
se encontraban encerrados, y esto hizo que muchos presos políticos llegaran al
suicidio. Ese fue el caso de Jorge Toledo. Homicidio, dicen sus compañeros, que
veían como Jorge se iba apagando de a poco, debilitado por las constantes
penurias que soportaba. Sin poder leer nada, encerrado entre paredes que no
dejaban ver el sol. Los médicos y psiquiatras que debían atenderlo fueron los
verdugos que indujeron su suicidio. Le daban los medicamentos y de golpe se los
cortaban, o le daban una suma importante de medicamentos de un solo golpe y se
los volvían a cortar. A causa de esto, sus compañeros reclamaron y publicaron
avisos a diario, pero nunca obtuvieron una respuesta, hasta fines de 1981, año
que Toledo dijo basta y se ahorcó con una sábana en su celda. Esa noche, el
servicio penitenciario decidió que la comida debía ser especial y sirvieron
carne al horno con papas, un manjar que los presos no estaban acostumbrados a tener,
pero que no pudieron digerir. Tampoco pudieron dormir, ya que el servicio
penitenciario decidió esa noche pasar la marcha fúnebre a todo volumen hasta el amanecer.
La comida era siempre calamitosa. Lo más común era sopa
aguada con dos o tres arroces. La excepción a la regla se daba cuando alguna
comitiva extranjera se encontraba en el país y paseaba por la cárcel, viéndola
como una de las mejores. Eran esos días en los que los presos recibían la mejor
gastronomía, hasta frutas de postre. Todo para demostrar falsamente lo bien que
se los trataba. Pero la realidad era que los trataban extremadamente mal. Por ejemplo, existía lo que
se llamaba “La Requisa”, que era un grupo de comando que se encargaba de
golpear a los presos. Al ingresar nuevos, los encerraban encapuchados y
cuando pedían sacar a otros tantos, los golpeaban (muchas veces desnudos). La
Requisa también manejaba un sistema de castigo llamado “Los Chanchos”, el cual
consistía en quitarles la comida y golpearlos desnudos por varios días. “Nos
sacaban de las celdas a las patadas”. “La cultura carcelaria argentina hace que
la persona que trabaja acá, se vuelva represora”. En “Caseros... en la cárcel”, los testimonios de Francisco Gutiérrez y
Hugo Soriani, respectivamente, lo dejan muy claro.
Caseros fue pensada originalmente como una cárcel para
encausados con procesos de cuatro a seis meses, pero se convirtió en algo más
que eso. Se convirtió en una cárcel para personas sometidas a un proceso de
años, en un lugar hostil que no enseño nada a la sociedad y tampoco a quienes
la habitaron. Por Caseros pasaron 1029 presos políticos. Esas personas fueron
presas políticamente no en el sentido de que fueron encarceladas por la
política de aquel entonces, sino porque, además de sus creencias e ideologías, fueron presas de sus
sentimientos, de sus placeres y de sus sueños. No pudieron expresar lo que sentían, cómo lo sentían.
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